Desde que Anthony Perkins vestido de su madre acuchilló a su pensionista, el cine no se ha privado de escenas en las que darse una simple ducha puede ser lo último que hagas en tu vida. La sala de baño -y en especial la bañera, la cortina o mampara que la oculta y que evita mojar el piso con sangre, la ducha y toda la grifería conforman un habitáculo que, en pleno siglo XXI, sigue siendo escenariopropicio para matar o morir.
No ha sucedido lo mismo con las cabinas telefónicas, en extinción como escenas del crimen desde la irrupción de la telefonía celular.
Una y otra -bañera y cabina- tienen en común ser espacios cerrados y opresivos, en los que la vulnerabilidad de la víctima remite a la del niño en gestación, en su bolsa amniótica.
Claro que ahí están para resguardar su vida las infatigables campañas antiabortistas de la iglesia católica, tan piadosa, que los prefiere nacidos y creciendo, aunque siempre indefensos, apetitosos para la lujuria de sus sacerdotes.
O para el trabajo infantil, cuando ya no alcanza con la reforma laboral, que alimenta la lujuria de las patronales.
No ha sucedido lo mismo con las cabinas telefónicas, en extinción como escenas del crimen desde la irrupción de la telefonía celular.
Una y otra -bañera y cabina- tienen en común ser espacios cerrados y opresivos, en los que la vulnerabilidad de la víctima remite a la del niño en gestación, en su bolsa amniótica.
Claro que ahí están para resguardar su vida las infatigables campañas antiabortistas de la iglesia católica, tan piadosa, que los prefiere nacidos y creciendo, aunque siempre indefensos, apetitosos para la lujuria de sus sacerdotes.
O para el trabajo infantil, cuando ya no alcanza con la reforma laboral, que alimenta la lujuria de las patronales.
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