sábado, marzo 19, 2011

AMADA AMANDA

Nunca sabemos si el que muere, muere del todo. No hay testimonios de los que entran por esa puerta, lo que da pie a toda clase de conjeturas, como las que articulan y editan urbi et orbi las religiones.

El hombre volvió a su casa, como todos los días al acabar su jornada de trabajo en la fábrica. Nadie le dijo del accidente, nadie le informó que lo habían encontrado muerto y que habían avisado a su familia, que a esa misma hora ya lo estaba velando.

Tuvo suerte –la clase de suerte que acompaña a los tipos de suerte, aún después de palmar. La casa estaba vacía. Habían decidido velarlo en una sala, supo después, cuando por fin se enteró de que había muerto y de que, a partir de ahora, podría faltar a su trabajo sin tener por ello que soportar al médico laboral diciéndole que nada le impide seguir produciendo, a la mujer que lo increpa porque la plata no alcanza, a los hijos que demandan sin dar nada a cambio, al perro que le exige llevarlo a mear por las veredas.

Se instaló en su sillón favorito, encendió la tele y se sirvió un copón de coñac. En la pantalla se vio a él mismo pero treinta años más joven, cuando conoció a Amanda, su primera mujer y la única con la que había sido feliz.

Cuando la familia regresó del velatorio y del entierro, encontró el televisor encendido y “el apestoso olor del coñac barato que tomaba ese atorrante” –dijo la mujer, entre lágrimas algo turbias, no tanto por el duelo como por el maquillaje corrido.

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