sábado, enero 17, 2009

CEREMONIAS DE LA INFANCIA



La “fogarata” de San Pedro y San Pablo
Poco y nada de lo que sucedió después confirmaría aquellas certezas. Los amigos perdurables serían menos de los que imaginaba, y los encontraría más adelante, en la temprana juventud del colegio secundario. Pero entonces todo parecía inquebrantable y se nos antojaba que las ceremonias de la infancia serían eternas.
Lo de San Pedro y San Pablo sucedía a mitad de año, cada 28 de junio, pero ya empezaba a preocuparnos apenas terminados los carnavales. Y es que no se trataba simplemente de “hacer un fuego”: tenía que ser la fogata más grande de todos los barrios, mejor dicho, la fogarata, porque nadie estaba dispuesto a corregirse y porque así se había llamado siempre. Podíamos aceptar que en los rígidos diccionarios la palabra correcta fuera fogata, pero fogarata era sólo la de San Pedro y San Pablo, la que nos desvelaba tempranamente desde los primeros días de marzo, cuando se suponía -suponían los mayores- que nuestra preocupación debía ser el cercano comienzo de las clases.
-Hay que empezar a juntar madera- era la orden tan esperada del líder de la barra, aquél que, a la manera de un estratega de los juegos infantiles, custodiaba celosamente que se cumpliera con el calendario que a nosotros más nos importaba.
La recolección de la madera tenía sus bemoles, dadas nuestras pretensiones de que nuestra fogarata fuera espectacular. De las casas, de los comercios o de las obras en construcción obteníamos cajones, muebles destartalados o sobrantes de tablas y listones. Y de calles y plazas recogíamos ramas, actuando a menudo como temibles depredadores naturales, capaces de deforestar los paraísos de la cuadra y privar de sombra a todo el vecindario. Pero la madera que más ambicionábamos no era la nuestra sino la de nuestros rivales de los barrios vecinos. Y era el líder de la barra, el aludido estratega, quien decidía cuándo, dónde y cómo caeríamos sobre el enemigo, despojándolo de sus troncos más preciados, entre los que estaba el que usaríamos como sostén de toda aquella efímera arquitectura, el palo mayor de la fogata.
La operación debía ejecutarse de noche, obviamente por sorpresa, aunque nunca faltase el soplón que adelantara nuestras intenciones y todo terminara en un lío descomunal de insultos y de piñas, que si no servían para apoderarnos del preciado bien que íbamos a buscar, resultaban finalmente útiles para acabar con los dientes de leche que se resistían a caer. A veces, sin embargo, lográbamos nuestro objetivo, aunque tarde o temprano vendrían los del otro barrio en busca de nuestros mejores troncos, y todo terminaba siendo una suerte de trueque nunca admitido, cuya representación bélica nos servía a unos y a otros, como los “desafíos” del fútbol en la calle o en los potreros, para medir nuestras fuerzas.
Así, durante casi cuatro meses, reuníamos laboriosa y arriesgadamente la madera que quemaríamos en una ceremonia cuyo significado ignorábamos, pero que alimentaba nuestras fantasías y las de los adultos que, cuando faltaban pocos días para armar y encender la fogata, se unían a nuestra causa.
Tan importante como el palo mayor era el muñeco, una suerte de espantapájaros destinado a arder como una bruja en las piras medievales, y que construían con fervor los artesanos de la barra, ayudados por los adultos conversos, los que pese a advertirnos que hacer una gran fogata en la vía pública estaba prohibido y nos correría la policía, nos alentaban a seguir adelante.

Y es que, por sobre edictos u ordenanzas que los limitaban o prohibían, los fuegos de San Pedro y San Pablo constituían una fiesta de la que nadie quería privarse. Por eso, cuando llegaba la noche del 28 de junio de cada año, chicos y grandes escapaban sigilosamente de sus casas para no perderse el comienzo, primero, y luego el apogeo de la “fogarata”. Los rostros rubicundos y la expresión fascinada de los vecinos alrededor del fuego debieron remedar los de los pobladores originales de estas tierras cuando se reunían junto al fuego al final de cada día, dueños del desierto y amos absolutos de sus vidas sin límites.
Mientras tanto, obligado por el reglamento y por una desganada orden del comisario de la seccional, el policía de la cuadra, que durante el resto del año era un vecino más, interrumpía el ensueño colectivo con su silbato y se producía el desbande, entre risas y gritos de excitación.
El fuego seguía ardiendo, sin embargo, lento y sereno como la madrugada, y al amanecer otras sombras furtivas volvían a él para asar papas y batatas en sus brasas, cuyo sabor consagrado por la misa pagana parecía estar llamado a purificarnos.

No he vuelto a ver los fuegos de San Pedro y San Pablo, ni a los amigos de entonces. No vivo hoy en Buenos Aires, aunque tuve noticias de que en algunos barrios se intenta reeditarlos. Me gustaría, alguna noche de junio, acercar a ese fuego mi nostalgia. Claro que los pibes de entonces ya no están para pelear por las maderas y que tal vez las actuales fogatas se parezcan más a actos oficiales que a aquellos encuentros clandestinos, irrecuperables ceremonias de la infancia, tibieza y brasas de una memoria que nunca se convertirá en cenizas.

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